Reconectando con la oposición I: asumir para avanzar.

Creo que todo opositor sabe y conoce los momentos bajos de su camino, yo en 4 años he tenido muchos pero solo eran eso: altibajos, que quizá con un par de lágrimas de agotamiento o una tarde de cine y aire libre, estaba resuelto. Pero llegan momentos oscuros, normalmente cuando se lleva bastante tiempo, pero cada uno tenemos nuestro ritmo y nuestras circunstancias. 

Os quiero compartir esta experiencia, la que yo he tenido por si a alguien en mi misma situación le ayuda. Haré una serie de entradas en el Blog sobre este tema abordando las diferentes fases y me parece muy apropiado ambientarlo con símiles a la película de Disney "Mulán", una de mis favoritísimas. 


Aguantar y acumular caos. 

Todo opositor acumula cansancio y aguanta la pesadez de la rutina, pero eso es algo natural en el proceso siempre y cuando haya un sistema sostenible y que no resulte cómodo. En mi caso particular, fui aguantando la desilusión y la rutina de una manera nada sana conforme pasaba el tiempo. Sigo sin saber en qué momento empecé en ese bucle que sólo va cuesta abajo. 

Y poco a poco, fui siendo permisiva conmigo misma. Y así, poco a poco, destruí mi horario y mi sistema aunque, de primera, no era muy sostenible que se dijera. Iba posponiendo temas, repasos o tareas con la excusa de no poder hacerlo y cuando me decía a mí misma que lo haría, tampoco ocurría. Estaba metida de lleno en la procrastinación, en un piloto automático. 

Bajo mi punto de vista el piloto automático no es algo positivo si te impide sentir. Por ejemplo, si estamos haciendo una ruta a pie y de vuelta, por ser muchos kilómetros, hacer mucho calor y estar cansados, nos agobiamos. Podríamos parar, pero no podemos, porque hay que llegar al pueblo lo antes posible para comer o perderemos la hora de que nos puedan servir en el restaurante. Y en vez de disfrutar del paisaje montañoso que hay a tu alrededor, inspiras, te robotizas, pones la caminata automática y ni sientes el "dolor" físico de tu agotamiento pero tampoco los pájaros cantando posados en las ramas ni el fluir del agua por riachuelos. 

Sabía que estaba mal, pero sumida en ese agotamiento mental y emocional, no quería parar, porque encima estaba cerca una convocatoria y "Ay, Dios mío, pero cómo vas a parar ahora", me decía un cachito de mí. Tenía el piloto automático más cutre posible y me leía lo mínimo cada tema (para nada suficiente) para salvar el cante. Sólo deseaba que llegara el día del cante para escupir los temas, poder respirar un momento y volver a empezar. 

Había perdido por completo la perspectiva, el paisaje. Vivía cante a cante sin racionalizar que eso es el entrenamiento para la verdadera prueba: el examen. Estaba tan mal que me imaginaba en la tesitura de que esta convocatoria fuera la de mi plaza y era tal el sentimiento negativo con lo que estaba haciendo, que sólo me alegraba de si eso pasaba, ya no tendría que estudiar. Ya no tendría que estar metida entre cuatro paredes sin nada más que leer leyes (aburridas). No sentía ninguna alegría en mi interior por el bello paisaje: tener un trabajo fijo, estable y que realmente me gusta y hará mi vida un poco mejor, para disfrutarla. Sólo veía llegar al final de la ruta y sentarme y llorar y respirar aliviada, como si hay se acabara el trayecto. 

Me tomé unas vacaciones de 10 días a mediados de julio y volví igual, porque lo único que había hecho era olvidarme de mis sentimientos, del estudio y de la oposición. 
Simplemente estaban en silencio, pero todo seguía ahí, en pausa. 
Cuando regresé, tuve unos días aceptables de estudio pero todo eso que había silenciado, empezaba a vibrar de un modo que no se podía ignorar. Y sabiendo lo que se venía, acordé con mi preparador que quería tomar con él un café cuando le pagara el mes. No era nuestro modus operandi habitual y aunque le sorprendió, aceptó. 

Esa sugerencia fue un mensaje de socorro de la parte de mí que no estaba cegada por la toxicidad de sentimientos absorbentes y pretendía comentarle a mi preparador (sin intención de dejar de estudiar) mi situación, mis sensaciones y que me pudiera dar algún consejo para mejorar anímica y mentalmente. 

Pero llegué tarde y todo lo que había dentro, explotó. 

Romperse. 

Creo que si puedes evitar romperte, es mejor, es menos doloroso. Pero su lado positivo es que ya no puedes mentirte a ti mismo, no puedes engañarte ni cegarte a la evidencia. 

Un día después de hablar con el preparador, me dispuse a estudiar para el siguiente cante pero no podía. El tema me sonaba a chino y no tenía la energía para poner atención e interés en entenderlo. Me forcé un poco y seguía sin haber arranque. Y me dejé llevar por todo lo que ya estaba vibrando anteriormente porque empezó a sonar a todo volumen. 

Caí en un ataque de ansiedad, diría, mi primer ataque de ansiedad. Sólo lloraba y no podía parar. Logré controlarlo un poco a la hora de la comida con mi familia pero estaba muy decaída y por la tarde, de nuevo con unas ganas de llorar tremendas, sólo sabía que quería oír la voz de mi pareja y con él me desahogue. Cuando colgamos, me sentía un poquito mejor, pero de nuevo no estaba trabajando el caos interior que seguía arremolinándose. 

Me eché en la cama, queriendo dormir un poco, pero no podía. Hasta el estar echada me estaba agobiando. Estar sentada también me agobiaba. Pensar en dar un paseo para airearme era igual de desagradable que lo anterior. Todo lo que se me ocurría para hacer me presionaba el pecho. Al final decidí asomarme a mi terraza, a respirar aire y ver luz sin necesidad de caminar. Y ahí se rompió del todo esa pequeña parte de mí que pedía ayuda estando amordazada por la otra parte de mí que no quería afrontar las cosas. Sin intención de llorar, las lágrimas se me caían solas. Sin pensar en nada concreto, mis ojos lloraban y no podía parar. 

Ahí es cuando tienes que vaciarte, soltarlo todo,  no lo contengas. Tuve cerca a mi hermana pequeña y charlé con ella sobre lo que sentía y me confirmó (ella siendo una experta) que estaba teniendo un ataque de ansiedad. Cuando llegó mi madre me vio así y me confesó que ya hacía tiempo que me había visto muy mal y que tarde o temprano, eso iba a pinchar. 
Y así lo hizo. 

Compartí mis sentimientos con las personas más cercanas a mí y todas ellas me decían, de un modo u otro, que tenía que parar, que seguir con esas heridas era contraproducente. También lo compartí con vosotros en una historia de IG y muchísima gente, más de la que creía, me dijisteís que estabais igual o que en algún momento sufristéis justamente eso. 

Vendarse. 

Después de tener una herida abierta, hay que desinfectarla (con lágrimas) y vendarla para que no siga expuesta. Vendar no es curar, vendar no es sanar, simplemente proteger una zona desprotegida, es el tiempo quien sana, no el vendaje en sí. 

Con unas migrañas de escándalo, me tiré en la cama para vendar mi interior. Y mientras lo hacía, me daba cuenta de que ese evento me había salvado de la locura y de renunciar a mí misma. 

Yo no soy como me estaba comportando. De piloto automático insano, de seguir a muerte sin siguiera mirar por ti, de tomarme las cosas tan apecho, de estar tan apática que aún no apeteciéndome estudiar, las horas que "me sobraban" no las usaba para ver la serie que tengo pendiente de hace 3 meses o salir a la calle a hacer lo que deseas y nunca puedes por falta de tiempo. No. Simplemente quedaba en el mismo zulo, lamentándome. 

Y como dice una canción de la mencionada película de Mulán:
"¿Quién es la chica que veo aquí, tras de mi?
Guarda el mal reflejo de alguien que no soy."

Siguiente paso...
... reflexionar, retirar el vendaje con cariño y aplicar ungüentos en la herida para que empiece a cerrar y sanar. 

Y esto, lo desarrollamos en la siguiente entrada:
la reflexión para la toma de decisión. 

Gracias por leerme. 
Con cariño, @laj.opo. 

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